Un día estaba sentada en un lugar turístico y muchas mujeres caminaban frente a mí. Todas distintas: rizadas, lacias, rubias, castañas y de orígenes y razas diferentes.

Quería ser cada una de ellas al segundo que las veía porque reconocía que eran bellas y con ello, es como si yo me fuera dejando al final de la fila. 

Luego, también empecé a minimizar la belleza de la que acababa de ver porque la siguiente, en mi mente, se veía mejor.

Así que, noté que quería lucir como todas las mujeres y, al mismo tiempo, como ninguna por siempre. Es como si quisiera cambiarme de piel según me conviniera o las amenazas que sentía a mi alrededor.

Allí me cuestioné en qué momento se originó ese sentimiento de insuficiencia, de ser reemplazable y cuándo dejé de mirar lo bueno en mí para ver lo bueno de los demás como si fueran amenazas.

Hoy sé que me percibo inteligente, bonita y de buen corazón. Que si me viera desde afuera quizás me parecería ridículo leer lo que ahora tú lees.

Sé que valgo la pena y que nunca podré ser reemplazable, pero mi pasado me hace creer que sí.

El sentimiento de ser insuficiente e intercambiable solo viene cuando pienso en el hombre que amo. No, él jamás me ha hecho sentir así. Todo surgió en mi infancia cuando una de las personas que más amaba priorizó su amor propio y se fue, así que hoy, parte de mí, paga las consecuencias.

Ese día en aquel lugar turístico no era Lakshmi de 28 sintiéndose menos atractiva; era Lakshmi de 5 recordando cómo a otra niña le decían cumplidos y a mí no me miraban, la de 6 sintiéndose rechazada, mi versión a los 8 siendo comparada, yo a mis 11 siendo abandonada y la de 13 escuchando “si estuvieras… te verías mejor”.

Hoy, después de pararme frente al espejo desnuda, analizar cada parte de mi cuerpo y verme como si fuera otra persona y no yo, me di cuenta de que no me cambiaría nada que pueda ver o tocar. 

Es más, pensaría que soy perfecta así y que seguramente ni siquiera se me pasa por la mente el deseo de ser todas las personas que mis heridas me susurran al oído.

Sé, que para que la próxima vez que esté en un lugar turístico, vea a decenas de mujeres pasando frente a mí y no me sienta chiquita, no debo de cambiar mi cuerpo. Más bien, debo contrarrestar gentil y enérgicamente todo aquello que un día me dijeron o hicieron y que no es verdad.

En palabras suena sencillo, pero en la práctica siempre me acompañan las lágrimas, la tristeza, el temblor en las manos y el miedo. Ah, sí y el autorregaño de «no seas tan insegura, eso solo lo empeora».

En la práctica siento que Lakshmi de 6 agacha la cabeza, encoge los hombros, aprieta los ojos para aguantar las lágrimas, pone rígido el cuerpo para no temblar, abraza sus antebrazos en busca de consuelo, exhala lento y cierra los labios para no emitir ni un sollozo. 

Aunque en algún lugar resuena un eco de mi versión adulta diciendo que si ya no tengo a nadie que me ignore, me compare, me deje o me rechace, no tengo por qué hacerlo yo y que todo lo que siento y veo no es más que una ilusión.

Escribo esto para acompañarlo con las fotos porque así toman más sentido, luzco un poco menos narcisista y porque sé que necesitaré leerlo cuando mis heridas me persigan en cualquier parte del mundo.

Este es el recordatorio y la evidencia de que estoy sanando, que me encuentro en un momento distinto de la vida y que esas alertas que se encienden para decirme que podrían reemplazarme, ya no tienen cabida aquí.

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