Mi familia tiene una historia de esas que empiezan en amor y terminan en tragedia.

Mi abuela Teresa proviene de una familia que vivía cómodamente. Mi abuelo, por su parte, nunca me contó mucho de su pasado, pero se autonombraba artista.

Se enamoraron cuando tenían 19 años, esa edad en la que el amor sabe a arroz con leche: dulce, celestial y con aroma a canela. Aunque no estoy segura de cuánto les duró el cariño, pensaría que mucho porque tuvieron siete hijos, aunque sus anécdotas me dicen lo contrario.

Sé que su historia, aparte de tener altibajos como una montaña rusa, parecía un laberinto en el cual puedes encontrar la salida rápidamente… o no. 

Mi abuelo se dedicaba a vender hongos de esos que saben delicioso al sofreírlos con cebolla y ponérselos a una quesadilla con queso ―sí, con queso porque soy de Ciudad de México y aquí las quesadillas pueden o no llevarlo― o bien, hacer una sopa caliente para los fríos días de invierno.

Suena a un trabajo honrado y lo es, pero para una familia de nueve, los centavitos no eran suficientes. Ahora súmale uno que otro vicio por aquí y por allá; el dinero desaparecía como si lo guardaran en el bolsillo roto de un pantalón.

Te cuento esta historia porque resuena en las paredes del comedor de mi casa cuando mi mamá me amenaza con que debo terminarme todo lo que me sirvió en el plato.

Al inicio, me empezó a sembrar lástima diciendo que había niños que no tenían para comer, pero cuando se dio cuenta de que la empatía se me iba después de escuchar el mismo argumento cada semana y sin imaginar un rostro en concreto, me lo cambió. Ella empezó a ponerse de ejemplo.

Me dice que cuando ella era pequeña, mi abuela Teresa se las ingeniaba para darles de comer con el poco dinero que ganaba mi abuelo. ¡Qué ironía! Recién descubrí que su nombre proviene del griego y significa «que lleva espigas de trigo». Quizás es cierto cuando dicen que el nombre tiene peso en la vida que tendremos, así que, por si las dudas, toca investigar y elegir bien.

Pensarías que a mi abuela solo le alcanzaba para darles a mis tíos, arroz con frijoles negros y una tortilla hecha rollito. ¡Hubiera estado delicioso! En su lugar comían «tortillas pobres». Tortillas fritas bañadas en salsa y coronadas con un poco de cebolla y queso. Similar a una enchilada, pero en su versión más rústica. 

Si me preguntas si la historia de mi madre funciona para que me coma hasta la última migaja de mi plato, la respuesta es sí. Sé que suena a manipulación, pero estoy segura de que este mismo discurso lo utilizan muchas otras mujeres por distintos motivos. 

En mi caso, cuando mi mamá empieza la historia, yo me imagino a una niña de caireles, hambrienta, aun cuando ya comió lo que le correspondía y mirando de reojo al plato de a lado para ver si a alguien le había sobrado un pedacito de su tortilla pobre. 

Quizás la anécdota suene tristísima, aunque hoy comprendo que es a través de las montañas rusas de la vida que nuevos platillos van naciendo; algunos con menos ingredientes, de menor calidad o incluso de dudosa procedencia, pero no por ello, con menos creatividad, amor o intención.

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